Transcurre el tiempo y, poco a poco, comenzamos a asumir una situación que, muy probablemente, se prolongará hasta el verano. En un espacio finito —nuestra isla particular de andar por casa— hemos observado el cambio abrupto en la sociedad y todos, de manera directa o indirecta, pasamos del susto inicial a la resignación, de la solidaridad 3D al «yo acuso» desde el balcón, del «vamos a salir de esta» al sálvese quien pueda autónomo. Ahora que 7.000 millones de personas son una y las fronteras parecen un invento ochentero, sentimos como el sexo comienza a aflorar, incluso entre aquellos que habían perdido la libido, ¿la qué?; sí, la libido.
Todo comenzó hace dos días. Nevaba. Saqué la cabeza por la ventana, abrí la boca y miré al cielo. Los copos se precipitaban sobre mis pestañas, golpeaban mi barbilla. Gracias al parón económico el agujero de ozono parecía recuperado, y hoy me entero de que se ha abierto uno mayor en el Ártico. Nieve, agujeros negros, osos polares, lascivia. Fui a la cocina y bebí agua en un vaso de tubo. Encendí la televisión y lo sentí en la pelvis: ¿cómo explicar que la intérprete de signos en el canal 24 horas, tan calladita ella, pareciera una diosa?
La cosa no quedó ahí. La ministra Calviño había recuperado el ‘charme’ y me la imaginé en su despacho, desnuda bajo la foto del rey. Y la cajera del Carrefour, la mayor, Abascal con su bote de pimentón Titán —un elemento que conviene tener en la mesilla de noche—, tres mapas de España, fresas de postre, miel en lugar de azúcar refinado… Anocheció. Cerré los ojos y pensé en Fernando Simón. Ojazos, con algo menos de ceja… Sexo, «esa trampa de la naturaleza para no extinguirse».
