Qué terriblemente absurdo

Dicen que los que más te quieren son los primeros que van a visitarte al caer enfermo. En el caso de Luis Eduardo Aute desconozco si estuvo solo o acompañado en los momentos previos al último aliento, a la noche más larga. Tampoco sé si sus restos, cenizas, historia y flores, han tenido que hacer cola en alguno de los tanatorios de la capital, como también se me escapa si el poeta de la voz suave y el alquitrán pudo mirar por la ventana una última vez antes de cerrar los ojos.

Tampoco importa si digo que yo no escuchaba sus canciones, sino que las leía, y al mismo tiempo trataba de entender por qué el gineceo al completo —mi madre la primera— suspiraba al verle fumar, al pintar palabras con forma de caricia, como el que vierte una llama en el interior de un cuerpo tibio y escucha el nacimiento de un muerto. Y claro, el sueño se teñía de cine y la vida, de pronto, se parecía más a James Dean tirando piedras a una casa blanca y menos a lo absurdo de seguir respirando en los tiempos del virus.

Nunca le vi tocar. No creo que nadie pudiera conocerle del todo. Tampoco me consuela saber que nos quedan sus canciones, sus cuadros, el recuerdo de un pecho superlativo cubierto de vello, precisamente ahora que escuchar música es un acto suicida, la mejor manera de derramar lágrimas por una pérdida que es más de todos, menos carne. Se llamaba Aute; y ayer pasó.

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