La crueldad del hombre es un enigma. No tanto por el daño que es capaz de infligir en la carne y la memoria, sino porque empequeñece los logros del presente… y los que están por llegar. Es por esta razón que cuando un partido político — su sola mención equivaldría a abrir los ataúdes de la discordia— entierra la razón utilizando la supuesta unidad de un pueblo en la UCI como atajo para la gloria en las urnas, quizás nos esté brindando —de manera macabra— una posibilidad de progreso social.
Y entiendo el descontento de sus votantes, y el discurso de esos machos apelando al miedo, a las lanzas en el pecho y a la furia. Incluso su intensa labor por mantener costumbres del terruño, la sangre del toro, el destierro de la cultura y su aversión al cambio, la vuelta al NODO, las bocas llenas de patria, el corazón teñido de azul, el odio al rojo. Pero lo que no logro concebir es dónde está el límite. Porque no lo tienen.
Si la Gran Vía sorda y muda es ahora la norma, si su simple contemplación nos arrastra indefectiblemente a aquellas mañanas en las que la cocaína se mezclaba con los churros y el carajillo, al amarillo de las tardes en el que la gente desvalijaba el Primarck, a los hermanos ‘jevis’, universos urbanos en los que se encontraba cualquier cosa excepto un féretro, entonces el futuro pasa por borrar al fascismo de la fotografía. Los muertos ya los pone la realidad.
