No podía ser de otra manera. El cardenal Cañizares, Jorge Fernández Díaz, José Luis Mendoza —en realidad son la misma persona con distinto hábito—, sin olvidarnos de Bunbury o Miguel Bosé en plena menopausia. Todos ellos han terminado recurriendo a la figura del demonio. La trilogía del Opus en su forma más sulfurosa; los dos cantontos en su versión más fieramente humana. Y es que cuando la vida alcanza nuevas y sobrenaturales cotas con cada café, el demonio sirve para contar estrellas. Vamos, que es el único que nos permite darle sentido a esta película con cara de mal sueño.
Siento decepcionarles y mucho menos llevarles la contraria, pero por desgracia la realidad resulta algo más complicada. De hecho, la fascinación por Belcebú, Satanás, Bill Gates, Lilith o simplemente diablo cabrón viene de lejos y llevó a la hoguera a Juana de Arco y a miles de personas —muchas de ellas mujeres— acusadas de brujería, portadoras de un mal fario que no es más que un torpe intento de acomodar en el raciocinio el pensamiento mítico, cargado de dogmas, versículos y misas de doce.
Así el Maligno nos manipula para conseguir sus oscuros fines. Está claro que como montaje es inapelable. Los humanos se equivocan porque toca, rezan un padrenuestro para purgar la pena y buscan un culpable ahí fuera que les sirva para aliviar una dolorosa carga, la inevitable certeza de que «el mal no es lo que entra en la boca del hombre, sino lo que sale de ella».
