La ciudad y el mar

En el punto de intersección entre la mente y el mar hay un silencio. Al borde de la orilla, el salitre impregna los pulmones y, como si se tratara de un truco de magia, desinflama la cabeza. Es una primera toma de contacto con este verano tirando a gris aunque no llueva, mitad simulacro, mitad promesa incumplida, pero es suficiente para apaciguar a nuestros caballos salvajes, a la incertidumbre como norma, a los destellos sobre la piel de un año aciago. Los niños en la orilla apenas levantan la voz; los mayores tampoco se atreven a respirar muy alto. Así vivimos, cuando nos dejan, con el afán del día a día.

Entrar en el agua implica rememorar el bautismo del último hombre en la tierra. Hundimos primero la cabeza seguida del cuerpo y, brazada tras frenada, el resto de miembros se deslizan en ese medio acuoso con reminiscencias de madre. Entre ola y espuma nos da por imitar a los muertos, escapar cerrando los párpados, mantener a flote esta caja torácica de aire, también de algas. Así completamos agosto, un tiempo entre dos orillas: una de coral, otra de castillos de arena.

Mientras tanto, la ciudad se borra de la memoria al tiempo que otro velero decide confiar en el rumor del mar. Desierto de agua, ola de corrientes, cuna de todo lo perdido, perfume de niñez y carnes blandas. ¡Cantemos al color del Mediterraneo, entendamos que el final del mar solo hay silencio! De nosotros, de lágrimas nunca derramadas, del ansia por desaparecer en él completamente. Hay un refugio en cada gota.

Ilustración: Tanaka Kiseki

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