El final de septiembre siempre se nos hizo bola. Las primeras lluvias marcan el cambio de estación y las pieles, poco a poco, recuperan ese color típico de las paredes recién encaladas. Además, a casi todos nos toca regresar al trabajo —si es que alguno está empleado a estas alturas—, y los primeros grises que anticipan el invierno comienzan a formar parte de la decoración del día a día. Para rematar el cuadro, a todo lo anterior hay que añadirle una segunda ola de contagios ya prevista, aunque expulsada del subconsciente colectivo por una simple cuestión de cordura. Bueno, pues es oficial. Y además se multa en las zonas confinadas.
Lo más curioso, sin contar la previsibilidad del fracaso entre ciencia y resultados a corto plazo, resulta comprobar —o puede que sólo sea una impresión de la ignorancia— que nada ha cambiado desde marzo. Nada excepto que ahora no hay quejas por el precios de las mascarillas y que éstas se han convertido en un complemento imprescindible junto a los condones y los pañuelos pa´ las lágrimas. Así, el «todo fluye, todo está en movimiento y nada dura eternamente» suena a la parrafada de turno de un borracho bautizado Heráclito. Será por culpa de Ayuso, o de Sánchez, o de Ayuso, o yo qué sé.
Hace meses que resulta complicadísimo vivir en el presente, que el pasado es el único búnker fiable. En cuanto al futuro, se trata de una variable petrificada en algún punto entre el verano-verano de 2021 y el otoño de esta civilización moderna. Cuando llegue, si es que lo vemos, nos dejará la extraña sensación de que llegó demasiado rápido.
