La decoración navideña es siempre un polvorín con aspecto de polvorón eléctrico. Ahí, sobre nuestras cabezas confluye la ira de los que nunca están conformes, la responsabilidad de los que tienen asumido que se trata de un gasto absurdo y la inopia de otros —a los que no conozco— que este año se reafirman ante millones de bombillitas imitando la estela de la estrella de Belén ‘made in España‘. Y es que si ya era tenebroso caminar por la Castellana desde la implantación del toque de queda, ahora es una experiencia extraña. Más si tienes la suerte de hacerlo junto a un amigo japonés que mira las luces con cara de conejo al que le dan las largas. Sí, Nao Hiro, somos así, «ágiles, belicosos, inquietos, dispuestos a la guerra a causa de lo áspero del terreno y del genio de nuestros hombres».
De esta forma diciembre en Madrid aspira a reflejar el ambiente del Pachá Ibiza, recrear el aporte de manzanilla típico de la Feria de Abril en el ambiente timorato del Black Friday, admirar la Navidad desde el prisma de la política, como si el fulgor de una bandera fuera capaz de invisibilizar los problemas de una ciudad que no es más que el reflejo del mundo en el que sobrevivimos. ¿Y qué hacemos si no podemos reunirnos con los abuelos, los tíos y los primos? Pues luces más luces, y solucinado.
Nosotros seguimos empeñados en creer que se trata de una alucinación y por eso, cada día hasta el 7 de enero, nos acercamos en peregrinación para admirar los 3,17 millones de euros que cuelgan de las farolas. Ahí, con las manos en los bolsillos y la mascarilla generando vaho con olor a barba recitamos a Dylan Thomas en la voz de Almeida: «Do not go gentle into that good night. Rage, rage against the dying of the light». Anda, Nao Hiro, vámonos a casa.
