Resulta que esta madrugada se entregaron los Grammy a los mejores discos de un año aciago. Así es, a pesar de lo que sucede en los hospitales, la música continúa respirando. Y con ella una industria que, más que nunca, tiene a bien premiar a las mujeres, Harry Styles incluido, que acapararon la mayoría de premios en casi todas las categorías. De hecho, si uno presta atención a algunos de sus trabajos no puede más que rendirse a la evidencia de que saben lo que hacen y además lo hacen muy bien. Pero más allá de lo inútil que resulta equiparar la música (desde 1959) con un concurso de belleza, lo más importante es que todavía es importante para muchos, y eso sí que hay que premiarlo.
Con importante me refiero a que ocupa el aire de las mañanas, las tardes y las (antiguas) noches, el mecanismo de coches y ascensores, la piel del que vive en un bajo sin luz natural y se muda un rato a otro lugar más tibio y menos raro, lejos de lo que se desangra. Nada como escuchar o tocar música para diferenciar a los que oyen de los que escuchan, nada comparable con sentir que con los oídos abiertos se construyen ciudades, países, sistemas solares. Conviene evitar el uso de la palabra magia en estos casos porque ésta pretende; la música comienza cuando el truco acaba.
Más allá de lo que sienta cada uno hay una certeza inapelable: todos aquellos que la consideran una prioridad o una pasión han mantenido algo de cordura entre tanto sinsentido, se les nota tristes pero todavía vibran o sonríen cuando suena el «Concierto para piano n.º 2» de Rachmaninov, «Waiting room» de Fugazzi o «Kyoto» de Phoebe Bridgers. Ninguno de los tres se llevó el galardón en 1901, 1988 y 2021 y, sin embargo, se han ganado el honor más importante: convertir la soledad de millones de corredores de fondo en una reunión de viejos amigos. Putos Grammy, bendita música.
