Desde que a Marta Sánchez se le ocurriera masacrar uno de los tres himnos nacionales que carece de letra —los otros son Bosnia-Herzegovina y San Marino—, la polémica resuena hasta en la aulas. Tanto que ahora en Murcia, empeñados en obtener la unión del país a base de retratos del rey, banderas y por megafonía, será posible alentar a los muchachos desde primera hora con la tonadilla. Resulta paradójico que en una comunidad con el segundo mayor índice de fracaso escolar y en la que los padres protestan porque los niños estudian en barracones y sin ordenador se tome esta medida.
Entendemos que su uso diario tiene como objetivo la motivación del alumnado, tal y como un entrenador hace con el «Viva la vida» de Coldplay en los vestuarios. Entonces las pupilas se dilatan y salen a devorar el mundo a base de conocimiento, transportados por el «Franco, Franco que tiene el culo blanco…» y algo de lo que carece el tan denostado reguetón: no les representa, por mucho que se empeñen los adultos. En el caso de que sí lo hiciera, escucharían otra cosa.
En un momento en el que hasta un abrazo se politiza y el rumbo de la política depende de los jueces muchos encuentran consuelo en las canciones. Puede ser en la quinta de Mahler o el adagio de Barber, quizás Jeff Buckley en el Bataclan, Phoebe Bridgers con cascos, Robe, Glenn Gould, Charly o Nina Simone. Da igual. De pronto, la vida con todos su errores, incluso el miedo a estar solos, todo eso que no encaja, se revela como el decorado de un lugar amplio, acogedor, desprovisto de fronteras y aire intoxicado. Los himnos son una creación del hombre; la música, el eco de su mundo invisible. Eso es lo que debe resonar en cada uno, en cada clase, en cada paso de baile.
