Durante todo este tiempo hemos hecho la vida de siempre excepto la que dependía directamente de los demás, es decir, la vida misma. Ahora que se vislumbra un final de ciclo que dará paso a la era de la electricidad cara y el embudo de conciertos y festivales, uno se siente nostálgico y echa la vista atrás. Ahí, arrinconada junto a la ropa de invierno, la vieja práctica de desaparecer de las fiestas sin decir adiós, despedirse a la francesa que dicen los españoles, o a la inglesa en boca de un parisino con peinado a lo garçon. Aquel gesto, perfeccionado durante años de aguantar chapas en grupo se ha visto abocado al olvido por una razón más que evidente: las reuniones son de dos personas; las de cuatro se consideran bukake.
¿Os acordáis cuando decían pero dónde se ha metido esta? ¿Y qué fue de aquel voy un segundo al baño seguido de un movimiento subrepticio hacia la calle, lejos del ruido de los cubitos de hielo, las conversaciones sobre viajes y el último restaurante abierto por Chicote? Y es que lo mejor de las fiestas era largarse cuando estaban llenísimas porque sólo de esta forma, discreta y elegante, se demuestra la buena educación del individuo frente a la masa.
Decir adiós con la mano tiene algo de insoportable, como dos gorriones que se van muriendo poco a poco; hacerlo con dos besos implica tener que dar explicaciones de por qué te piras; dar abrazos a diestro y siniestro en un campo de amapolas es el sueño húmedo de cualquier madrileño. «O te conectas al Wi-Fi® o te vas», decía Erasmo. Pues de tanto querer irnos terminamos echando de menos quedarnos… para después volver.
