Hace dos días, toda una eternidad en Twitter, una pareja de policías le pidió los papeles a Antonio López en la Puerta del Sol. El artista, con su gorra desteñida y los colores de Madrid en el lienzo, no tuvo más remedio que cumplir con la normativa urbana: «si usted quiere pintar con caballete en la calle tiene que pagar la tasa municipal y esperar la concesión del permiso». Después llegaron los comentarios sobre la incultura de los agentes, quedándose en el tintero la cuestión fundamental. Y es que la capital ha sustituido a sus vecinos por consumidores, la calle ha dejado de ser aquel espacio de encuentro y cruising para abrazar el corporativismo de las marcas. Es más, si esta ciudad fue siempre su gente, ahora el valor se concentra en sus carteras.
Solo hace falta darse una vuelta y observar la ausencia de coleccionistas, afiladores y música bajita. Por supuesto, los pintores se han borrado y ante la invasión del calor conviene refugiarse en la asistencia primaria, ahora desbordada por el libertinaje entre los más jóvenes, precisamente los herederos de las aceras que desembocan en terrazas y las fachadas con anuncios de cuerpos inalcanzables. De leds, claro.
No se trata de mirar a Madrid con nostalgia, sino de advertir que los parques se han vaciado al ritmo de los pueblos, los columpios chirrían lo justo desde la llegada del iPad y el carril bici lo ocupan tíos que corren en dirección contraria. Eso sí, las musculocas de la calistenia nos suben las endorfinas y el cartón se acumula como los perretes de las cunetas. Sorprende que seamos tan libres y los pintores tengan que pasar por caja. Será porque olvidamos que los cuadros se pintan contra el enemigo; las paredes, en cambio, se decoran siempre con ideas.
