Cada día. Una tragedia tiene lugar en alguna parte del mundo, fuego en Ávila, éxodo en Afganistán, y los telespectadores reaccionan con un gesto, quizás un comentario o un emoticono que llora. Después pasan a otra cosa. El siguiente tweet surge rápido y profundizar en las razones de lo sucedido da pereza. Así algunos aprovechan para criticar al pirómano de turno («Sánchez sigue de vacaciones en La Mareta a costa del erario público») o renunciar a la democracia occidental, esa rellena de derechos del hombre sin mujeres cerca. También los hay que prefieren reconocer que no se enteran de nada. En todo caso, conviene culpar de todo a los americanos porque, ¿no son acaso los Estados Unidos responsables de los peores males exceptuando la hamburguesa?
Hasta donde sabemos, el grado de antieuropeísmo varía según la época o el precio de la gasolina. Sin embargo, ese sentimiento de odio hacia el país más poderoso, más libre, más todo alcanza niveles históricos con la caída de Kabul este lunes. Claro, los talibán tienen lo suyo, pero el fin de la guerra coincide con la entrada de unos y la salida de otros… por la puerta de atrás. El rastro de los americanos huele agrio, deja miles de muertes en su huella Timberland y la sensación de que las grandes expectativas terminan, casi siempre, en pesadilla. El sueño queda para las noches de verano.
Los árabes los odian por el amor de Alá; los británicos se odian a sí mismos porque no los odian lo suficiente; los alemanes fruncen el ceño al ver que Adolf se apellida Reagan, Bush, Obama o Biden y los españoles nos alegramos de que se equivoquen tanto; ¡por fin tenemos razón! Por su parte, Europa se desmorona, América continúa hundiéndose en su breve historia y mientras los problemas de la clase media nos ciegan a casi todos, otros intentan coger un avión rumbo a un mundo dislocado.
