Las grandes ciudades han perdido espacio. De lugares de peregrinaje a monstruos de cuarzo y espejos de los que zafarse. En el punto de encuentro de estos movimientos migratorios, la mayoría. Y es que cualquier vecino de Madrid puede atestiguar que, a día de hoy, en la capital de España se ha producido una pandemia de europeización. Es decir, el viernes noche comienza a la hora del almuerzo, hay que reservar en barra, mesa, terraza, acera y alcorque, los camellos apagan el móvil a las 23:30 y el margen para la improvisación se reduce a lo que bebas, siempre sujeto al suministro.
De repente, los planes basados en no tener plan son inviables. No sólo porque te quedas fuera, vamos, en la acera y con una yonqui lata, sino porque emborracharse se parece mucho al horrible pre-save de las canciones. Paradójicamente, amanece a la misma hora de siempre —dependiendo del día—, los afters funcionan bien, gracias, y los negocios pasan de los festivos y las fiestas de guardar. Sin embargo, el ansia por recuperar el tiempo ahorrado nos lleva a querer hacerlo todo en un día. Y claro, hay mucha gente, pocas personas y faltan Ferris, Cameron, Sloane y el Ferrari 250 GT Cabrio.
Parece una contradicción que la urbe de la libertad obligue a comportarse a los que la sobrevivimos como si fuéramos fuerzas de élite. Todo por escrito o ante notario, organizado, marcial y eficiente, justo lo contrario de repentizar, ese acto que permite desvelar las noches como si acabaran de nacer, fuera del control de las imposiciones de la luz. Resulta que para improvisar hay que estar preparado y el jolgorio de las lunas representa más que nunca la cara menos húmeda del día. Aún así renunciamos a perdérnoslas.

Ilustración: My Digital Mind