Pensar nunca estuvo ni estará de moda. Implica riegos para la salud, dudas, posicionarse en el latido y, por tanto luchar, muchas veces en solitario, contra el numeroso ejército de la ignorancia. En esas coordenadas aspiraba el humo Antonio Escohotado, curioso irrefrenable de este y el más acá, capaz de escribir una obra cumbre en la cárcel y seguir revisándola cada cierto tiempo, consciente de que el conocimiento va a la fuga, de ahí que exija un retoque semanal cuando uno vive con libertad de palabra y obra. Y he aquí el problema: la libertad de pensar pesa, pero empequeñece el miedo.
Por eso tuteaba a Thomas Jefferson, traducía a Newton o tiraba de Hobbes cuando departía, en su caso una forma rara de reflexión. También se drogó, mucho y de calidad, particular manera de demostrar en sus carnes que no hay mayor ficción generalmente admitida que la erigida en torno a las sustancias prescritas por camellos. Eso sí, el alcohol, el diacepam y el tabaco siempre de curso legal, al alcance de cualquiera y anestesiando en nombre de una civilización miope.
Ahora que está muerto parece más cercano, incluso algo más viejo de lo que nunca fue. Vivió deprisa y se va tarde y en Ibiza, aunque mucho antes de que se le acabara la razón. Me quedo este párrafo de su «Historia general de las drogas» y aplicable al día a día: «La pretensión de esta historia ha sido ofrecer un conjunto de materiales para que el escuchante forme su propio juicio. No me siento imparcial, aunque he tratado de ser objetivo. En su fuero interno, cada cual llegará a conclusiones tanto más ecuánimes cuanto más tomen en cuenta el contraste entre el esfuerzo por lograr influencia y el esfuerzo por comprender». Pues eso, habrá que pensar, osar y de paso recordarle. Gracias, maestro.
