Soplan aires de guerra desde el Este. Pilla a desmano, en un páramo como un témpano. Por casa también se libran otras luchas, quizás menos épicas ante la ausencia de desfiles militares. Hay una que también viene de lejos y no entiende ni de colores ni de formas de vida. Se trata del tiro en la nuca al autónomo, aniquilarlo por incómodo. Empeñados en bailar con la intermitencia, a veces mucho, otras nada… no deberían existir. ¡Las vidas horario y sin veranos merecen un castigo, más cuota! Ahora que la precarización es tendencia, nada mejor que ensañarse con más de tres millones. Todos los libros contables lo recogen: un colectivo maltratado ya no se rebela, prefiere asumir su pena como un galgo.
Cada cuatro años se producen amagos de parecernos en algo a Europa, ser menos toreros y más epígrafe. A ojos del burócrata resulta razonable pagar en función de lo ganado. La autonomía tiene un precio, como también pasa factura la incertidumbre de mañana. Porque el emancipado nunca llega a soberano si se atreve a levantar la cabeza y otea el horizonte. Allá, dentro de un mes fuera del calendario, casi siempre hay nada. Y hasta al vacío uno termina acostumbrándose.
Quizás sea eso lo que incordia. Porque ya se sabe que el que piensa ante la falta de actividad termina por incomodar e incomodarse. Ser hombres de empresa nada tiene que ver con ser su propia empresa, aunque el trabajo resulte una carga en ambos casos. Regreso a la imagen de los galgos. Sus ojos, ese cuerpo flaco ante una cuerda atada a un árbol. Ni siquiera ladra. Entonces ya sabemos cuál es nuestra única salida. Luchemos.
