Llueve

La lluvia siempre es puntual por ser inoportuna. Mientras jarrea, la ciudad encoge el cuello para secarse pronto, despliega sus paraguas, flores a vista de pájaro mojado. Con el chubasco, mi calle se disuelve en gotas de tinta y carboncillo, el humo de los cigarros produce interferencias, el asfalto desemboca en riadas bajo los bordillos, todo se junta, empequeñece, se desborda. Dicen que el agua es buena para las lechugas, pero en Madrid el campo se cultiva en los balcones, con su escarcha de luz tenue y esos muros que hoy parecen tumbas. Llueve y todos lloran. ¿Y esto era marzo?

Descartada la primavera por razones evidentes nos queda este miércoles pasado por agua y uva moscatel, de tonos sombríos sin llegar a lúgubres porque promete tiempos mejores, al menos en lo que al pronóstico del tiempo se refiere. Las tormentas trajeron una música de filo de cuchillo, ahuecada y con las alas rotas. Hay un río en potencia en cada esquina y un barco de papel higiénico en las alcantarillas, y yo pinto un calendario sobre el cielo, una lavandería en cada estación de metro. Muchos se mojan, pocos caminan. La vida era un desierto.

Hemos perdido la primavera antes de que comenzara, como si últimamente todo naciera por defecto. Tiene que tratarse de un buen augurio, quizás una futura estación inundada de sol en las orillas y las comisuras de los labios. Más tarde, puede que pasado, el viento soplará llevándose la humedad hacia otras latitudes. Entonces desearemos que vuelva, querremos bailar bajo la lluvia, reconocer que sólo podemos vernos tal y como somos en el fondo de los charcos.

Ilustración: Guy Billout

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