Crepúsculo, Madrid, verano

He vuelto a Madrid en mitad de agosto. Ahora me encuentro con un no lugar que refuerza la existencia de otro tiempo. Y es que nadie volverá mañana, quizás alguien se pierda de camino, precisamente porque los que están nunca se fueron. Digo están cuando es más bien estamos, pocos, extraviados en el vacío de la calle. Al fondo, el sol difumina el perfil de los tejados, convierte todo en arena levantada. Se trata de un espectáculo de baile en el que oír pasos, pisadas, caminar sin miedo a ser reconocido, recuperar la ciudad que existe en nuestras siestas. Crepúsculo, Madrid, verano. Sin nieve, sin mar en las aceras.

Desde hace años repito el mismo tramo. Asciendo desde Nuevos Ministerios a Islas Filipinas y busco la luz que cae de las ventanas. Los borrachos gritan a los pájaros y en la estatua en memoria de Rizal nadie resiste la memoria del silencio. Es verdad, quedan coches, ciudadanos a la sombra y un perro pasea sin bozal porque no hay voces. Cada día aquí recuerda al inicio de las vacaciones que se acaban. Y cae la noche a plomo. Estamos solos, vivos.

En casa. Suena el aire en un ventilador. Por el patio de vecinos nace una esperanza hueca que es la luna vista desde abajo. Entonces miro lejos y veo el océano, el que yo quiero, también a mis amigos de perfil, a Marco, a Luis, a Pablo y a Elena, estelas sobre el agua con un incendio al fondo, tinajas, mosto. Ellos están fuera, otros atrapados fuera del mundo, de ahí que la ciudad me envuelva. Dicen que el verano viene con su propia música. Creo que Madrid tiene la suya. Y ahora es mía.

Ilustración: Guy Billout

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