La Nochebuena de la gente sola

La Nochebuena de ayer fue universal. Por una vez, millones la pasaron con la compañía de una botella de Matarromera, una ensalada de rúcula y la mirada de un perro a los pies de la mesa. Aquellos con suerte sentirían la presencia de otros miembros confinados al otro lado del tabique. No pudo ser lo de viajar para abrazarse, como tampoco regresó una normalidad cada vez más diluida, tanto que olvidamos a qué huele. Frente al polo negativo de las cosas, el positivo en antígenos, único pasaporte que evita el movimiento y además lo justifica. A veces la ciencia resulta conveniente, aunque sólo funcione a largo plazo, precisamente el único que ha dejado de existir. Vivimos tiempos salvajes, tiempos sin planes.

Tampoco se nos dio tan mal. Estas cosas salen sin darnos cuenta, como el que da tres sorbos y cae en la cuenta de que ya va pedo. En Madrid llovía contra las ventanas y de vez en cuando un fuego artificial iluminaba el cielo. La televisión se llenaba de cantantes tristes, más pendientes de volver a casa que de colgar guirnaldas de supuesta música. Había algo en el ambiente, el mismo algo que llevamos por dentro de las uñas y sale ahora, en compañía de nosotros sin nosotros, o al menos de la parte celebrante que ahora resta las noches. También las buenas.

Puede ser que en soledad seamos bestias o dioses. Me inclino por una mezcla de las dos. Peor es la melancolía entre gente conocida o en familia. Otra vez recurrí a las canciones de Sinatra y Sondheim. Así la casa se llenó del jolgorio perdido, de esas Navidades «de las de antes». Sí, también podían ser muy tristes, sin embargo avanzaban frente a paisajes cambiantes, permitían sestear y despertarse en otra parte. Levanté la copa un 25 de diciembre. Lo hice por los que ya no están y a pesar de todo siguen estando. Frené en seco; y entonces la noche pasó para volver a empezar. Y así los años.

Ilustración: http://www.johnholcroft.com

Vacúnate; serás más libre

En Madrid, el centro del Universo, lo creíamos superado. De pronto, llega una variante de Sudáfrica con nombre de villano de Marvel y Occidente tiembla… y no de frío precisamente. Ya se sabe que todo lo importado del sur es mortífero, excepto el oro y el coltán. Aprovechando el suspense, los negacionistas tiran de teorías baratas y apelan al adiestramiento de humanos, la frustración y el pensamiento libre. ¿No es demasiada casualidad que se inicie el debate sobre el pasaporte COVID, aumenten significativamente los contagios y aparezca Ómicron? Justamente ahora!, dicen los únicos capaces de simplificar la realidad para adaptarla a sus propósitos (en menos de 24 horas). Los científicos, en cambio, piden tiempo. Sólo así será posible comprender el virus y, por lo tanto, temer menos. Unos representan la cruz mediática; los otros la cara oculta que nos cura.

Flota en la espuma la cuestión que enturbia nuestras cañas, esa de la libertad confundida con el individualismo. Así, 4,2 millones de españoles no se han vacunado por distintas razones: temor, les pilla mal, porque no, Hitler ya reclamaba a los judíos los papeles para entrar en lugares públicos… Les avala la libertad a la que estamos condenados, la misma que algunos manipulan y despojan de la parte responsable. No se trata de elegir entre el rojo y el negro, sino de vincular esos colores a una ruleta rusa. En juego está nuestro bien más preciado.

Más allá de tendencias criminales y cuestiones soporíferas, debemos escuchar a los que saben. Copio a Miguel Pita, doctor en genética y biología molecular: «Seguir vacunando, a ser posible universalmente, siempre va a suponer una ventaja individual y colectiva». Con esto queda resuelto el debate. Y de pronto uno se siente más libre ante el individualismo más letal.

Ilustración: Guy Billout

De cómo la política nos separó

La gente nunca estuvo unida. Quizás contra el hambre o la pesca de ballenas, pero cuesta asegurar que camine tan junta como lo hacen los hinchas de un equipo. Tras las elecciones a la Comunidad de Madrid y el estado de alarma —ambos acontecimientos políticos y masivos— cristaliza un distanciamiento social distinto al preexistente: bloqueos en redes sociales, peleas con amigos de la infancia, el termómetro del asco disparado por culpa de los botellones… El caso es rechazar, ponerse cruces, seguir introduciendo variables que nos reafirmen en lo que pensamos frente a una estupidez generalizada que, paradójicamente, va hacia hacia la izquierda y la derecha.

Sucede que si —en el mejor de los casos— no tuvimos que despedirnos de nadie por culpa del virus, ahora comenzamos a socializar otro tipo de pérdida, esa que prescinde del señor Muerte y, sin embargo, entierra a los demás en vida. Y uno intenta explicar sus ideas, llegar a comprender de perfil qué piensan los que siguen yendo a garitos sin mascarilla, negando la utilidad de las vacunas o haciendo lo que les sale de los cojones porque ya es demasiado tarde para cambiar.

Decía Rosa Luxemburgo que hay que luchar por un mundo «donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres». La realidad envía señales contradictorias: desigualdad exponencial, ciudadanos antagónicos e incapaces de reconocer a su propio hermano y libres según el padrón. Nada nuevo. Es tal la diversidad que la civilización se ha convertido en un zoo que ahora cierra a las dos de la mañana. ¿En qué momento intercambiamos nuestro granito de arena por ladrillos? A ver si lo arregla un poco la llegada del verano, pero pinta mal.

Ilustración: Kiyoshi Awazu

De Miguel, de Bosé y del negacionismo

Y seguimos para bingo (-). Después de la entrevista a Miguel, a Bosé y a toda la troupe que cohabita en el interior de una persona, se ponen de manifiesto otras tantas cuestiones. La primera es que algunos siguen un régimen de drogas muy estricto para mantener la mente ágil. La segunda es que envejecer y hacerse muy viejo confluyen en el hijo del torero y la musa. La tercera se puede resumir en una línea: ¿es necesario dar voz a personajes públicos que carecen de los conocimientos para hablar, en este caso negar, una enfermedad que ha matado a tres millones de personas en el mundo? Resulta que sí, precisamente porque semejante temeridad implica enormes audiencias.

El caso es que negacionistas ha habido siempre. Si el Holocausto fue un montaje, entonces el VIH una combinación de sustancias nocivas y problemas nutricionales. Si el cambio climático responde a una pataleta de Greta Thunberg, entonces la teoría de la evolución queda invalidada por las creencias de fundamentalistas bíblicos. También andan metidos en cosas de andar por casa: Elvis Presley baila en un búnker, Jesús está entre nosotros —probablemente en la Comunidad de Madrid— y la verdad no se encuentra ahí fuera. Solo tienes que buscarla.

Lo peor de todo es la seguridad que Bosé, en nombre de todos los negacionistas, esgrime cada vez que abre la boca, esa convicción de plantear un debate legítimo cuando, en realidad, todo apunta hacia el mejor callarse. Así se reafirma, saca pecho y señala la ceguera crónica de una sociedad boba. El dogma ha vuelto, búscalo, ¡está en el Internet! Nos queda la duda de saber si Miguel estará al corriente de que la desinformación, a día de hoy, mata. Y mucho.

Ilustración: Joey Guidone

¿Quién no ha llorado por la pandemia?

Durante este último año, periodo de tiempo tuerto y vago, muchos de nosotros descubrimos un mundo que, o bien había pasado desapercibido, o directamente desterrábamos; hasta ahora. Así algunos se han dedicado a cocinar pan, otros han participado en webinars —probablemente la palabra más repetida junto a muerte y COVID— y la gran mayoría analizó el gotelé de las paredes para llegar a la conclusión de que la vida de las plantas es un viaje comparada con la de los humanos. Lo único que no hemos podido hacer es bailar bajo lámparas de espejos, bonanza de psicólogos, gimnasios y confesores. Sin embargo, hay algo que nos une a casi todos —quedan excluidos algunos heteros cis—: hemos llorado. Y mucho.

Ojo, que las lágrimas también van por dentro. Aquí de lo que se trata es de lamentar la pérdida a todos los niveles. Abuelos, padres, madres, hermanos, amigos cercanos o de oídas, el invierno, dos primaveras, un verano y el otoño, esos días antes de estos días. Incluso algunos han llorado por los negacionistas, quizás por pudor, quizás porque si las lágrimas brotaran nadie sería capaz de detenerlas. Por eso que ya nadie menta las sequías ni la lluvia, ni siquiera los del pueblo, y el rocío aparece en nuestros párpados.

Seguimos de pie a pesar del llanto, seguimos caminado con la vista húmeda. Porque hacerlo significa respirar con mascarilla y la rabia se confunde con la pena y la esperanza. De pronto, las canciones tristes adquieren un nuevo sentido y las alegres directamente se pasan de tristes. Resulta que todos los dolores son iguales, sin embargo, cada uno los duele a su manera. Decía Lorca aquello de «quiero llorar porque me da la gana». Después de hacerlo empieza una sonrisa.

Ilustración: anónimo

La vacuna de la vergüenza

Manuel Villegas. Consejero de Salud de Murcia (PP) junto a otros 400 elegidos (a dedo); Esther Clavero. Alcaldesa de Molina de Segura (PSOE); Jesús Fernández. Alcalde de El Guijo (CDEI); Sergi Pedret. Alcalde de Riudoms (JxCat)… y la lista continúa, con amplía mayoría de PP y PSOE. Pues bien, se trata de los políticos que han decido vacunarse, suponemos que por formar parte del grupo prioritario: residentes de centros para ancianos, personal sanitario y sociosanitario. Lo peor son las excusas, «sobraban vacunas y por mí y todos mis compañeros», ¿sus compañeros? En realidad fue para dar ejemplo y dedicarle los 365 del año a la gestión de una larguísima pandemia que ha demostrado la inutilidad del ser humano, excepto en lo relativo a la ciencia. Ahí hay que reconocer que el algoritmo de Facebook sorprendió a cronopios y magas con la invención del remedio.

Es curioso, pero solo hay que mirarles a la cara para darse cuenta de que muy listos no son. Lo que nos lleva a inferir que por eso decidieron entrar en política, el arte de vivir en una sociedad de clases y clases, siendo ellos meros servidores públicos. Así miran a cámara entre despreocupados y carroñeros, convencidos de que un perdón publico a tiempo entierra la vergüenza y de paso pasamos a otra cosa, quizás a una fase en la que los únicos ciudadanos ejemplares sean ellos. «Vivir, dormir, tal vez soñar» que decía el príncipe de Dinamarca.

Ahora habrá que volver a pincharles, no sea que desperdiciemos dosis en personas desperdiciadas para la sociedad. ¿Sirve de algo que dimitan? En todo caso por feos. Al final después de estos vendrán otros, y después otros, y el mundo seguirá pensando que los mayores deberían de estar muertos. Ya vivieron lo suyo, es hora de sangre de Tik-Tok. Ante semejante vileza uno llega a varias conclusiones que en realidad son dos: ser político podría considerarse una ocupación a tiempo parcial, como poner copas y, no serlo es, sin duda, todo menos «un dilema intentado salvar sus dos caras a la vez».

El piso de Elena Cañizares: una historia de terror-19

La historia de Elena Cañizares y sus compañeras es una historia de terror adaptada a unos tiempos de aislamiento e incertidumbre. Es más, ese piso de cuatro estudiantes universitarias (y una nevera sucísima) representa el planeta Tierra del año menos 2020, con sus desastres recurrentes, la incertidumbre y algo parecido al espanto 5D. La cosa es que Elena, estudiante de enfermería, ha dado positivo por lo que todos nos imaginamos. Como sucede en estos casos, comparte la noticia con Rocío, Lucía y Ángela (aka «Las hienas del Rey León«) en su grupo de Whatsapp, bautizado Chuminos Compareños… y se arma la de Dios. Elena jura encerrarse en su habitación 24/7 y salir exclusivamente a hacer pis y calentar un Tupper® con doble mascarilla, guantes y bote de alcohol de quemar. La respuesta por parte de sus compis es unánime: te vas a casa de tus padres por tres votos contra uno. Aquí tenemos una vida y no queremos infectarnos, bitch.

Cabe aclarar que nada de lo expuesto anteriormente es ficción. De hecho, Elena, presa de una mala hostia incontrolable ante semejante apartheid, hace públicos los audios y conversaciones en los que se aprecia la escalada en el tono y la inconsistencia en los argumentos entre unas jovencitas que son, en definitiva, el futuro del mundo. Ahí no hay misericordia, ni siquiera un momento de redención en el que echar el freno y plantear una reunión de urgencia. Todo por mensaje de voz, que así evitamos el contacto directo y, sobre todo, mirarnos a los ojos.

Para terminar esta bonita anécdota de lunes, Rocío, mi favorita («tía, yo no tengo por qué aguantar a un positivo en el piso»), le cuenta en un tono romo y falto de latido que su padre es «abogao» y al haber hecho pública la riña tumultuaria «la» van a denunciar por el tema de la protección de datos. Tutupá. Y así es como el miedo al miedo de los otros se convierte en la peor de las enfermedades. Mañana ya os cuento como ha ido el tacto rectal.

Ilustración: neilwebb.net

D10S se va y la COVID-19 desaparece un rato

El fútbol es maravilloso. Y lo dice alguien al que no le gusta. Pero nada. De hecho, lo único que hago, y muy de vez en cuando, es mirar por encima vídeos en Youtube con las mejores jugadas de esos supuestos mejores jugadores del único deporte equiparable al sexo cuando es sucio, la droga sin corte y el poder envuelto en TNT. Y digo supuestos porque en el fútbol no hay certezas ni unanimidad. Ni siquiera en torno a Messi, el chico de los ojos pequeñitos pequeñitos gestado en el interior de un balón-placenta y que, con su marcha, desata un huracán mediático que arrasa con los tiroteos en Wisconsin, los incendios y la vuelta al cole. Al menos lo que dure la incertidumbre relativa a su nuevo destino y el del resto mundo.

Es de agradecer que durante unas horas los culés aúllen, el ministro de Cultura salga de la madriguera y ponga un tweet, casi todos menten a la madre de Bartomeu, Ramos destense los abdominales y la mayoría considere que este 2020 es aciago no por razones más que evidentes, sino porque La Pulga, D10S, El Messias —los tres son la misma persona reconvertida en Espíritu Santo— ha decidido cambiar de máscara. Así los genios crean la tierra y el cielo y todas las cosas que hay entre medias, y al séptimo día se van con la duda de haber podido hacerlo mejor en Italia o Inglaterra.

En todo caso, yo estoy encantado con este planeta fútbol libre de contagios e impermeable a la muerte. Gracias a su burbuja, Messi pudo recoger el relevo de la mano de Dios, convirtió las patadas en ajedrez de once, y antes de ayer, tras varios años de decepciones y tatuajes feísimos, detuvo el aliento de millones de aficionados con problemas para respirar. Qué curioso, el Barcelona pierde a Lionel Andrés, el único con capacidad de hacernos ganar al resto sin sudor. Cuando se canse deberían retirar el número 10 de todos los equipos de todos los deportes, justo al lado del 23.

Ilustración: Les Lee

Mal de muchos, consuelo es

Pocos hijos son conscientes de que una de las razones por las que la gran mayoría termina superando la muerte de sus padres es que su ausencia, en realidad, aligera la responsabilidad de tener que prosperar, nos ahorra el deber de convertirnos a todo precio en el vástago modelo o en la imagen cocinada en la cabeza de nuestros mayores estando aún vivos. Así, en esa soledad del corredor de fondo, el recuerdo antes de la pérdida siempre acompaña y, sin embargo, aligera el trayecto, mitiga, nos sacude para ser capaces de rendir cuentas con nosotros mismos. Y sólo con nosotros.

En periodos de pandemia sucede algo parecido e inversamente proporcional. El simple hecho de saber que se trata de un mal de todos —aunque afecte con particular virulencia a los más pobres— provoca en nosotros una cierta sensación de alivio, como si saber que el planeta tierra anda jodido a tiempo real y en cualquier uso horario actuara como bálsamo tras un exceso de exposición vital al peor de los escenarios posibles. Somos así, sensibles a la desgracia. Sobre todo cuando nos fuerza a regresar a una situación que creíamos superada hace tiempo.

Poco a poco, a medida que la mascarilla y el gel se emparentan con las llaves de casa y el Prozac, dejamos de exigirle frutos al avenir, precisamente porque si por definición no existe, ahora menos. El Antonio Machado menos tópico decía aquello de «¡Hombres de España, ni el pasado ha muerto ni está el mañana —ni el ayer— escrito». Nunca el infinito había sonado tan actual en boca de un poeta muerto. Y así nos consolamos un poco.

Ilustración: Geoff McFetridge

La ignorancia une los puntos

Cada día salen a las plazas, al ruedo virtual, a rebufo del 5G. No son muchos —aproximadamente un listillo por cada mil cráneos privilegiados— y todos ellos, sin excepción, han convertido a los 773.000 fallecidos por Covid-19 en el mayor peligro de la libertad individual, siendo ésta la peor de las máscaras porque se lleva de por vida. Así es como médicos, cantontos y burgueses bregados en lo oculto y lo de más allá desafían al resto de la población, a la que consideran un rebaño por pensar en la tercera persona del plural mientras les suda mucho el arco de Cupido, por ser incapaces de desvelar por sí mismos una verdad a un sólo clic.

Así los asquerosos han pasado de la creencia, aquello de que la pandemia es un plan urdido por los potentados para dominar (aún más) un mundo a sus pies, a una ficción de parvulitos. Y lo es porque uniendo la línea de puntos y con un poco de paciencia el rostro termina apareciendo ante sus ojos. Sin embargo, se olvidan de un detalle: este nuevo orden mundial al que dedican sus pancartas es invisible, tanto como el virus letal escondido tras un acrónimo sin gracia. Corona; virus; disease, 2019. De pronto, la ignorancia arroja luz, y la ciencia enmudece al mutar en opinión.

Ya ocurrió en el San Francisco de 1918. Ahí la gripe española se encontró con la Liga Anti-Máscara, un grupo de influyentes ciudadanos ansiosos por recuperar una antigua normalidad que en 2020 suena a prehistoria. Consideraban que el uso de la prenda facial era indigno e anticonstitucional y se rebelaron ante semejante injusticia. Resultado: la segunda oleada de la enfermedad arrasó la población californiana. Ahora, a pesar de conocer el pasado, los errores se repiten al permitir que algunos estén en desacuerdo con la obligación de salvar vidas. Ignorancia, divino tesoro que nunca descansa en paz.

Ilustración: Patrice Ganda