Una historia de amor sobre el divorcio

Muchas veces nos toca asumir papeles para los que nada ni nadie nos había preparado. Ser hijos ausentes, (indecisos) padres e incluso esposos no entraba dentro de los planes de muchos y, sin embargo, día a día le vamos dando forma al personaje, casi siempre de manera torpe; otros, los menos, rozando la victoria con los dedos y el sueño acumulado. De entre todos esos momentos hay uno particularmente duro, incluso violento: el divorcio, la pena que conlleva la pérdida del otro.

Porque no hay nada más profundamente humano que aceptar que las cosas llegan a su fin, y al romperse el cristal somos plenamente conscientes de lo mucho que quisimos al primate que calentaba cada noche el lado derecho de la cama, la que dejaba el cenicero lleno de colillas, el principal causante de los atascos en el sumidero… que ya no está. Meses después, sobre todo en las frías noches de solsticio, llegan las preguntas, los dardos y el ardor: ¿por qué no accedí a irme a con él cuando le propusieron aquel trabajo en Nueva York? ¿Es posible no renunciar a la vida que creemos merecer mientras compartimos gastos e hijos? ¿Por qué duele tanto ahora si en el último año no soportaba tenerla a menos de un palmo?

Todos estos interrogantes desfilan ante nosotros en «Historia de un matrimonio», recordatorio vital en el que se muestra como, a pesar de la aparición de abogados sádicos, la geografía adversa, las infidelidades y el sobre nominativo, a veces el amor permanece en su forma más pura, casi mística, agazapado en los segundos que ella invierte en atarle los cordones de los zapatos. Ya lo decía la canción: «Estar solo es estar solo, no estar muerto». Y el amor nos sigue hablando, incluso después de que la película se acabe.

Vida y obra de tu mano

El primer día de vida, una mano del tamaño de una ciruela fue cegada por la luz del quirófano, percibió el rugoso tacto de la comadrona y, minutos después, con el resto del cuerpo envuelto en una bruma cálida, se ancló alrededor del dedo de la madre, exhausta tras el milagro del alumbramiento. Sería solo una cuestión de tiempo, de ruido al crecer, y la mano, curiosa y blanda, fue descubriendo el mundo, palpando la alfombra del Ikea y la madera del parqué, la hierba púrpura y el labio inferior paterno, el agua templada y una gota de leche tibia.

Y llegan los primeros escarceos con la nariz, a veces oro, la necesidad de registrar y darle forma al barro y lo invisible, incluso al tiempo, y falanges y metatarsianos se estiran para alcanzar cotas más altas, luchar contra cordones de zapatos en oferta, cazar moscas, hundirse en botes de Nocilla, cruzar pasos de cebras con las chapas. Después explotan granos, los dedos se deslizan sobre teclas blancas, negras, después blancas, se pierden en la nieve, bajo la playa, cerca del agua, salada, dulce o con cloro, aceleran sin guantes, salen por la ventanilla del Toyota… y el paisaje cambia.

El sexo. Mención aparte merece encontrar nuevos atajos, desnudar bragas, separar montes, capturar el gozo, entrar, salir, quizás soñar, posarse en otras manos y dibujar juntas un iglú sobre la superficie de la ventana empañada, ver el sol bostezar por detrás de las grúas, esconderse en un bolsillo. Más tarde el anillo aprieta, el pulso burla el equilibrio, el movimiento es pérdida y una noche, somnolienta sobre el pecho de su dueño, ella, vieja y hendida por el rayo, percibe por última vez los latidos del corazón: esta es la vida y obra de tu mano.

«El irlandés», la primera película por capítulos

El ocio es un menú a la carta desde que Netflix irrumpió en nuestras vidas. Y es que pocos saben que la compañía, en principio un videoclub en línea de DVD’s exento de multas por retraso en las devoluciones, no es más que la televisión de siempre adaptada a los nuevos tiempos, esos del género no binario, el rock encarnado por Maluma y una necesidad creciente por ver películas «a cachos» en cualquier dispositivo… menos en el cine.

Mientras el mundo acelera —algunos no pueden evitar abrir la ventanilla para no vomitar—, Martin Scorsese apuesta por la plataforma y estrena en el móvil «El irlandés», una película que, por momentos, parece una serie, o una serie de un capítulo de tres horas y media en la que, por obra y gracia de la tecnología punta, los estragos del paso del tiempo se presentan como la única enfermedad que apoca la voz, reduce el tamaño de la cabeza y mata las ilusiones al ritmo del logaritmo de la vida, el único imposible de detener a nuestro antojo. De pronto, sin darnos cuenta, llegaron los americanos con sus planes de dominación y asistimos al declive de las salas precisamente por la misma razón por la que nacieron: para hacer la existencia más llevadera, a poder ser a oscuras y con un Toblerone en la mano. Intercambia el chocolate por la manta y ya estás en 2019.

No se trata de hacer apología de la nostalgia, ni siquiera pretendo hacer un alegato en contra del progreso; «El irlandés» cuenta una historia de varias décadas concentrada en poco tiempo que resulta insoportablemente larga para casi todos, precisamente porque Netflix es la vida de ahora, un desplegable personalizado, el espejo del cuarto de baño pintado con un logo rojo… y un agujero.

Venga, un capítulo más y ya…

Con este mantra tan falso como el abrazo de un músico comienza la experiencia más parecida a ingresar en un convento de clausura que se pueda experimentar en el mundo moderno. A partir de ahí la vida adquiere la forma de una carretera perdida, el aislamiento se sobrelleva con la ingesta irresponsable de alimentos procesados y el tiempo es entelequia, ocio en vena.

Llegan los títulos de crédito y la duda se apodera de nosotros mientras iniciamos la cuenta atrás: 9 segundos y las sienes nos palpitan; 8 segundos y percibimos en las fosas nasales los dos días sin ducharnos; 7 segundos y los propósitos del tipo «este es el último, ¡lo juro!» se acumulan en la cuenta de usuario; 6 segundos y bueno, tampoco pasa nada por echar otra hora delante del ordenador, solo son las tres de la mañana… así hasta perder la guerra una vez más. La diferencia se encuentra en el adversario, y al sargento Hartman le substituyen ahora Carrie Mathison y John Selby, Eleven y el monstruo baboso, Jon Nieve, un enano y el reactor número cuatro de Chernobil.

Porque es imposible renunciar a ver seis temporadas de golpe cuando el horror campa a sus anchas ahí fuera, porque mejor soñar mientras la incertidumbre de la crisis y el desamor amenazan con despertarnos de la siesta, porque nunca fue más fácil convencerse de que empalmando series en streaming llegaríamos a alcanzar una felicidad que parece poder estirarse mientras haya conexión a Internet, hasta el infinito y con manta. No nos engañemos; tener el poder de elegir no significa ser capaces de imponer nuestra voluntad… y así comienza un nuevo capítulo. PRINCIPIO.

Somos los putos Peaky Blinders

Parecía imposible. En plena era del chándal desprovisto de metal, con el movimiento de rotación de la tierra superando con creces los 1.700 kilómetros por hora y el compromiso político a la altura del felpudo de la caseta de Toby, «Peaky Blinders» se impone como un fenómeno global… reivindicando un estilo pretérito. ¡Joder!

Porque la segunda década del siglo XXI es un menú audiovisual a la carta donde la cocaína y el whisky han sido substituidos por el MDMA y los zumos detox, el tabaco por un puto vaporizador sabor regaliz, la elegancia de los trajes-tres piezas por unas chanclas con calcetines y, sin embargo, una serie ambientada en 1929 al compás de Nick Cave representa un elogio de la paciencia y el claroscuro, sin olvidar las aventuras de siempre en las que la familia gitana, el sexo a pelo y la redención, la amistad, la venganza y unas cuchillas escondidas en una gorra de lana merina ocupan un lugar destacado, sin prisa, entre el opio y la niebla, a escasos metros de un corcel negro aparcado en una calle sin asfaltar.

Resulta que en la nueva temporada, un torturado Thomas Shelby se enfrenta a Oswald Mosley, seductor con envoltorio «Made in Savile Row», representante del fascismo de tribuna y raíz engominada del mal con intereses en China… ¿os suena de algo? Será simple casualidad o que el problema ha alcanzado la envergadura planetaria de Netflix, arancel de tardes a 11’99 € en las que la ficción —inspirada siempre en hechos reales— imita por enésima vez a la realidad hasta convertirla en el pasatiempo favorito del mismísimo diablo.

Además enseña un poco de historia, deja bien claro que en tiempos de cracks bursátiles los guantes de cuero negro no eran patrimonio exclusivo de las sesiones sado y que una vez, no hace demasiado tiempo, unos paletos de Sheffield atemorizaban a los Latin Kings escupiéndoles a la cara aquello de: «¡Somos los putos Peaky Blinders así que apaga esa mierda de reguetón!»

¿Cómo escribir la risa correctamente en un mensaje?

Recibo críticas constantemente por esta cuestión. Y todo se debe a mi incapacidad para utilizar un icono que llora para expresar algo que nos produce risa, pero no necesariamente nos hace llorar de la risa.


Al principio utilizaba la onomatopeya jijijijiji, hasta que, después de varios meses de críticas y acoso por mensajería, decidí que tenía que cambiarlo. No expresaba la idea con claridad. Además, era como de tío flojo, ¿no? Porque, ¿quién coño se ríe así además de Jose María Aznar y Stephen Hawking? Después lo cambié por jejeje, no jejejeje, sino jejeje a secas. Tres sílabas. El resultado fue similar. De hecho, me dijeron por WhatsApp que parecía alcohólico, o recién salido del dentista, rígido… un bajón de tío.

Probé jajajajaja durante unos meses, no por convencimiento, más bien por adaptarme al medio y utilizar la expresión de la risa (escrita) más extendida. Sin embargo, tampoco es lo suficientemente gráfica porque cuando nos descojonamos utilizamos un sonido mucho más cercano a la hache, la antigua efe latina con un sonido aspirado, un ha ni mudo ni simple y que nos emparenta directamente con el capitán Haddock tras arponear a Moby Dick o con Maradona después de meterse un rayón.

Y tampoco lo veo claro. Al mismo tiempo, las opciones se reducen y no es plan de volver al jijijiji, ni al jejeje, ni al jajajaja o al jajajá por razones obvias. Así que, en otro intento, y ya van cuatro, de conectar con la masa, la misma que pide sugerencias de series de Netflix por Facebook o espera que les comenten por Instagram lo bien que salen en las fotos, ¿qué me recomendáis además de no volver a molestaros con estas gilipolleces?

Y para vuestra información: la expresión correcta de la risa escrita es ja,ja,ja, sin tildes y con comas. Buenas noches, malas risas.

El reto de 2019: echar un polvo todos los días del año

Lo reconozco; siempre he sentido especial antipatía por los retos que la era viral-digital ha traído consigo. No le veo la gracia a echarse agua helada por encima —a pesar de que se haga por una buena razón—, compartir tu deterioro físico del 2009 al 2019, o aquel desafío de «la sal y el hielo», combinación letal sobre la piel que terminaba con una terrible quemadura. Y, ¿qué decir del «In my feelings challenge» que consistía en bajarse del coche en marcha y hacer una coreografía con una canción de Drake? Este también era por una buena causa y causó varios accidentes que casi les cuesta la vida a varios idiotas bailongos.

Lo admito, soy un rollo de tío, incapaz de pasármelo bien de esta forma. Además no soporto que otras personas se lo pasen bien, lo graben e ignoren los intereses espurios que se esconden detrás de la «cultura» de masas.

Es por esta razón que quiero proponer el verdadero reto del 2019, algo que no tenga ningún vínculo con recaudar dinero, ni con los labios de Kylie Jenner, ni siquiera con actividades al aire libre (aunque también compute hacerlo en el baño y el bosque). Ahora que llega el invierno propongo que echemos un polvo diario, cumplirlo a rajatabla todos los días a pesar de que hayamos trabajado muchísimo y lo único que nos apetezca sea llegar a casa, abrir una lata de mejillones y ver una serie de Netflix, rebelarnos contra la gripe, los niños y el tedio diario de compartir la cama con la misma persona con la que comenzaste a salir y que en este preciso momento está sentado en la cocina comiéndose un sandwich de pavo con las lorzas al aire y un principio de calvicie en la coronilla que brilla bajo la tenue luz. Y con sexo quiero decir a que vale cualquier cosa pero que incluya coito, lo suficiente para que tus mejillas recuperen el color y tu piel la firmeza de antaño, hasta que eso que a día de hoy es un premio (el 25% de las parejas casadas follan menos de diez veces al año) se convierta en una rutina más, como ir al baño, pagar el I.V.A. y pedir una pizza los viernes por la noche.

Adelante valientes, a ver quién se atreve.