Nadie hablará de ella cuando hayamos muerto. Quizás porque algunos —decrépitos y poderosos— consideran que todavía es posible revertir la tendencia suicida del hombre contra el planeta, frenar su hundimiento, construir un muro contra ese éxtasis pasado por agua en el que el recurso natural más escaso arrasa las costas de nuestras vidas, y por ende nuestras ciudades favoritas: Venecia, Tarawa y Benidorm. Pero ¿y si en realidad ese muro no pudiera levantarse debido a la escasez de materia prima?
Resulta que no se trata de una pregunta retórica y la arena, combinación perfecta de oxígeno y silicio, se acaba. Pequeño ingrediente, brillo fundamental en las tardes de verano y las noches en los Monegros, es la base del hormigón. De hecho, fundido a altas temperaturas resulta en ventanas Climalit® y pantallas de iPhone, sin olvidarnos de las carreteras, los chips del Lenovo y el humus del Caprabo. Y, a pesar de la deforestación del Amazonas y el imparable avance de los desiertos, cincuenta billones de toneladas de agregado —material granular mezcla de arena y grava— fueron empleadas este año, suficiente para enmoquetar la superficie total del Reino Unido con Boris Johnson atrapado en su interior.
La cuestión es que la arena que necesitamos no es la de los relojes ni la de La Concha, sino la almacenada en los márgenes de los ríos, perla deformada por el agua y sus torrentes y claro, la del Gobi es menos angulosa, y la población aumenta exponencialmente, y además se merece vivir bajo un techo de barro pintado, y por eso se le ganan imperios al mar y la minería empleada para construir Castellana Norte es la génesis de la destrucción, de la vida 24/7. Al final, somos un gramo de tierra, trozos de cielo en el estigma de una orquídea, un (in)finito en la palma de la mano, eternidad descalza perdida en una hora menos. Y una lagrima cayó…
