De todos los males que acechan nuestra civilización, con sus escenas diarias protagonizadas por la que es —supuestamente— la generación más preparada de la historia, hay una que brilla por encima de todas las demás con una luz trémula propia, grisácea, casi mate, tanto que ni siquiera somos conscientes de que ilumine nuestras propias sombras, precisamente porque no nos importa. Señores y señoras, con todos ustedes: la indiferencia.
Y da igual si los niños de San Pedro del Pinatar dibujan con sus menudos cuerpos un SOS para salvar el Mar Menor, o si con cada segundo de más nos acercamos a un Apocalipsis planetario sin obsolescencia programada aquí, un poco más allá y en la Australia ardiente, o si una inmensa minoría de miembros de la SGAE y las televisiones locales se llenan los bolsillos mientras el resto de músicos apenas saca sesenta euros por concierto —en el mejor de los casos—. Y si ayer murió Jose Luis Cuerda y solo se lamentan los que se cagan en el misterio, ¿quién guardará en la memoria el 24 de Kobe si a nadie parece molestarle que la peña lleve camisetas de grupos que no escucha?
La indiferencia, una forma fieramente humana de crimen psicológico, representa el naufragio invisible, precisamente porque en ese juego de contrarios en el que nos debatimos, con tan ilustres aspirantes como el amor y el odio, la belleza y las uñas de Rosalía, Madrid y Barcelona, la fe y el porno, la vida y la muerte, es la reina indiscutible en contra de toda acción. Bajo su mandato algunos resultarán heridos, otros celebrarán la victoria con champagne, caerán más torres, saldrá el sol y con un poco de suerte el virus será frenado… todo ante nuestra más absoluta indiferencia.
