Lo invisible nos ha despojado de lo superfluo. De pronto, caminamos desnudos, desde la salida del sol hasta el alzamiento de la luna, y nuestro día a día no es más que una solución acuosa en la que se disuelven varias ingestas de comida casera, tres botellas de vino y esa videollamada a casa de tus padres. Somos un experimento masivo; la placa de Petri es nuestra casa —conectada con el mundo 24/7— y su contenido un microorganismo de anhelos sin máscara.
A la pregunta «¿y tú qué vas a hacer cuando esto acabe?» todos los encuestados respondieron sin dudarlo, casi con prisa, anticipándose a un instante que fluctúa entre paisajes, pero cuyo es perfume es imitación de la vida en libertad. «Yo iré a ver el mar… sola» dijo Elena; «creo que me pondré las zapatillas de correr y bailaré toda la noche» suspiró Aida; «pedo de farlopa y birras» escribió en mayúsculas Mateo; «¡qué pereza salir de casa!» respondió Antonio con ese gesto suyo tan característico, entre peninsular e isleño.
Pensar en estas cosas con las UCIs en temporada alta puede sonar a blasfemia. Sin embargo, emancipados a puerta cerrada de todo inútil, la vida despliega su brillo de estrella vespertina entre las cenizas de un cuerpo inerte. Se acabaron los caprichos, la droga cortada, los grupos de música mediocres y los brindis. El futuro es una noche de agosto atravesando Madrid en bicicleta. Y la sangre huele a tequila, y el aire es una caricia, y la calle traspasa nuestro fino tejido de algodón… Todo llegará.
