Los pobres siempre se equivocan. No compran condones, beben Don Simón, tiran de congelados, desconocen el poder del ahorro y parecen atrapados en un vórtice que, a ojos del ciudadano medio, ha sido construido en nombre de las malas decisiones. De hecho, fue Margaret Thatcher la que dijo aquello de que «la pobreza es un defecto de la personalidad» antes de aniquilar el poder de negociación de los sindicatos y convertirse en hierro. Resulta que esa percepción del pobre no se corresponde con la realidad.
Si aplicáramos un test de inteligencia a aquellos que lidian con la escasez diaria, ya sea tiempo, expectativas o una barra de pan, obtendrían catorce puntos menos, lo que traducido al lenguaje común rebatiría la definición anterior: la pobreza no es un problema de carácter, sino de efectivo. Y aquí entra en juego el ingreso mínimo vital, la paguita para unos, la caridad cristiana para otros, conceptos que sirven para enmascarar un derecho amparado por la ley.
Ahora que es posible imaginar y solo imaginar un mundo en el que prescindir de lo superfluo —una especie de estado del bienestar 2.0—, la idea de conceder una renta necesaria para pensar con claridad es una gran noticia, precisamente porque la justicia no debe ser considerada nunca un premio. Si lo pensamos detenidamente, «lo único que nos diferencia de los animales son las preocupaciones financieras». Me gusta más una sociedad así, protegida, saciada, lúcida.
