Al principio creí que era cosa mía. Pero con el paso de los meses la impresión se va haciendo caravana no solamente en Madrid, sino en cualquier otra gran ciudad en la que la caña cueste más de un euro, los alquileres por un interior de dos habitaciones, baño y cocina de batalla superen el salario mínimo y salir a la calle implique regresar oliendo a puro habano en un día ventoso. Así es como la edad dorada de la urbe como punto de encuentro va dando paso a la oscuridad dentro de ella. Por primera vez en décadas, la población de Los Ángeles o Nueva York cae, y la posibilidad de abandonar el centro y abrazar una vaca sobrevuela un subconsciente colectivo en horas bajas.
Y no es que vivir en un pueblo sea mejor ahora que antes. ¡Qué va! Más bien la idea de tenerlo tras la puerta cobra un valor próximo al bálsamo porque implica menos gente y más personas, los aviones comunes fabrican nidos en los aleros del tejado y el teletrabajo sin mascarilla fomenta la burla contra aquellos que decidieron alquilarse un piso en Malasaña por los bares. Eso sí, a ver quién es el valiente que se instala en Calabazas de Fuentidueña y trata de ser feliz más de dos meses seguidos.
Al igual que esta pandemia nos está sirviendo para darnos cuenta, una vez más, de que algunas cosas nunca cambian, el éxodo (coyuntural) de la ciudad al campo que presumiblemente se producirá después del verano nos proporciona una información muy valiosa para entender aquellos versos de Lorca: «La agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida». Y así siempre; rodeados de girasoles o de ventiladores. Lo mismo da.
