Todos los sectores relajan la raja, taxis incluidos. El botellón vuelve al alza y por miles. Cines, teatros, barras en bares… Sin embargo, España continúa a la cabeza de las cuatro restricciones: mascarilla, distancia, aforo y horario en las salas de conciertos. De poco sirve señalar a propietarios, promotores y personal. Su comportamiento ha sido ejemplar a lo largo de un año y medio en el que los sueldos se han reducido a la mitad y el trabajo se ha multiplicado por tres y medio. Esta vez tampoco puede culparse a los políticos. Nos queda la «industria» avara, esa de los contratos 360, los técnicos que se manifiestan y, por último, los músicos dedicados a sus cuentas de Instagram. Si estos últimos regalan las canciones, ¿por qué deberían preocuparse por la supervivencia de las salas?
Sucede que los músicos, en general, ni siquiera piensan en términos musicales cuando se trata de su propia música. Fluctúan entre aspiraciones de fama, seguir la tendencia y mirar hacia fuera cuando el impulso se genera en interiores, el de su contorno humano y la sala en la que desvelarlo. Ese acto, en principio ignorado por la mayoría, es el que define el oficio y también el último recurso al que aferrarse. Quizás por esa razón queda apartado. Mejor alimentar a la bestia que los escupirá tarde o temprano.
Y no se trata de un comportamiento «pandémico». Siempre fue así. La diferencia estriba en que aquí y ahora el sueldo base sale de tocar, pero no en festivales micológicos, sino en esas salas que dan una identidad a la ciudad y al barrio, último reducto para congregar cualquier combinación de escalas, compases y formas de ver el mundo. Si triste es el destino de los músicos aún más trágico el presente de las salas. Despertemos, nos quitamos la comida de la boca, y además lo publicamos.

Ilustración: Anthony Gerace