Luis Medina es un pijo. Su naturaleza extractiva le lleva a pasear en bata al perro y a cobrar, supuestamente, comisiones millonarias mientras el pueblo muere en masa. Entonces surge la conciencia de clase que poco tiene que ver con el odio al rico, sino contra los parásitos que prosperan con un par de llamadas. La alta suciedad gobierna por detrás y dando, sonríe más blanco y mejor, genera riqueza a costa del currito y además se la queda. Lo llaman libre mercado, de ahí el anhelo de la guillotina.
Su mecanismo era muy simple: el reo se arrodillaba ante la báscula y encajaba el cuello dentro del cepo. Acto seguido, un verdugo gordo y desbordado por el curro accionaba un resorte y la cuchilla descendía sobre la cuarta vértebra cervical. Rápido, poco higiénico y la mejor manera de garantizar la igualdad ante la muerte tras la desigualdad en vida. Maldita nostalgia. De momento habrá que conformarse con que la injusticia siga su curso y el abogado de Medina le libre de cualquier condena, de ahí el privilegio.
Tanta fantasía deja al margen a Alberto Lucero, su socio en esta empresa caracterizada por el altruismo y las ganas de sentirse útiles. De él fue la idea de convertir las comisiones en barcos para surcar los canales de Sotogrande, mirar la hora en relojes carísimos y dormir en suites a 10.000 euros la noche. Se limitaron a poner en práctica las aspiraciones de tantos, los mismos que miran el cuerpo sin fijarse en la cabeza. Resulta que cuando odiamos a alguien, odiamos algo que está dentro de nosotros. Qué cosas…
