Enamorarse implica conceder un poder al otro, un poder sobre la mirada, un poder sobre ti y que, en caso de ser correspondido, el otro no ejerce. Porque el amor poco tiene que ver con un yugo. Más bien con las yemas de los dedos, con lo que no se hace y no se dice, una negativa a hacerse daño. Mientras, vivimos con la amenaza del vacío que genera el tiempo, del miedo en ese sueño de dos cabezas y una almohada. La ofrenda del amor consiste en renunciar al daño ajeno. Se nos olvida. O nadie nos lo dijo.
El mundo es otro en compañía, ¿mejor?, nadie lo sabe. En el tránsito de la caída («to fall in love», «tomber amoureux») desvelamos nuestra parte vulnerable, un caparazón que se hace añicos. La protección no se articula desde dentro, sino que se confía a la otra parte, de ahí el poder. Ruinas y disolución contra amor que sostiene lo que la vida merma. Placer y sufrimiento como ventrículo de la felicidad, asimetría. Entonces el otro nos mira y decide estar, nada más que eso, que es todo. Se nos olvida. O nadie nos lo dijo.
El poder se ejerce con la unión. Renunciando a él amamos como deberíamos, sin esperar nada y con la aceptación del otro como recompensa. »Me quiso bien», lo sabes porque pudo hacerte daño. En cambio, prefirió mirarte otra vez, tal vez decir adiós. Extraña forma de dominio. ¡Que falten palabras, reproches, que sobren renuncias a la voluntad ajena! Son los que pasan los únicos que quedan. Se nos olvida. O nadie nos lo dijo.

Ilustración: Guy Billout
Hermosa reflexión: El amor como antónimo del poder.
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Justo. Hermosa y poderosa. Un abrazo enorme.
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