Es mágico. El día pasa más lentamente y las horas de oscuridad se nos pegan a la piel como el sudor a una mano que elige una manzana Fuji. No podemos deshacernos de él. Bebemos, damos vueltas, sudamos, acortamos nuestros vestidos, agitamos nuestros abanicos, el grifo se abre otra vez, deseamos poder entrar en la nevera, gritamos ¡Siberia!…pero nada funciona. Un ventilador gira los pies de la cama y no hay lazos rojos que despeguen en dirección a la estratosfera sino más bien tormentas de polvo cabalgando sobre los marcos de las ventanas que, en noches como esta, permanecen abiertas de par en par, con la esperanza de que la lluvia, esa gran enemiga durante todo el año, se decida a aparecer. Y está el ruido de persianas que no encuentran su postura y los suspiros de los vecinos frente a la tele que se cuelan por el patio hasta posarse en nuestra propia cama y…este puto calor nos está matando. Poco a poco.
Sin embargo el fuego no solo está ahí fuera sino dentro de nosotros. La hormona luteinizante nos hace creer que somos más atractivos, más deseables, que deberíamos arrancarle la ropa a la pelirroja de la primera fila que se pasa una botella de Coca Cola fría por la frente y que parece tener todo caliente menos la punta de la lengua…pero es solo un sueño.
Y la ventana se convierte en un escaparate de las sirenas que atraviesan la ciudad en todas direcciones porque los viejos se axfisian, los chavales se saltan la valla del colegio mayor que encierra la promesa del color de una piscina azul, vibrante y brillante que espera llenarse de miembros que la recorran bajo la luz de la estrella de Sirio, apodada la «Abrasadora» e instalada confortablemente desde hace millones de años en la constelación del Canis Maior, una perra que bulle y que antes de cánido fue canis y ahora es canícula que se traduce en matar por meter los pies en el mar, aunque solo sea por un segundo. Y es que si el sonido de las sirenas se desplaza a 343 metros por segundo a una temperatura de 20 grados, ¿a qué velocidad lo hará a 40?
Ya no somos nosotros sino el calor el que dirige nuestra conversación como tampoco ya no somos humanos, más bien chicles, juguetes de cera fundida que funcionan con mecanismos de rosca, algo que se parece mucho a un sueño en el que incluir con aceite caliente unas últimas palabras antes de dormir un rato, con suerte un par de horas, e irnos a trabajar.
Ned: Te puedes quedar aquí conmigo si quieres pero tienes que prometerme que no hablarás del calor.
Matty: Soy una mujer casada.
Ned: ¿Eso qué significa?
Matty: Que no estoy buscando compañía.
Ned: Entonces deberías haber dicho que soy una mujer felizmente casada.
Un comentario en “El calor nos devuelve el deseo y el sonido de las sirenas”