Amaia y Alfred, ¡iros a un hotel!

Se apagan las luces y la televisión para masas es capaz de recrear el universo dentro de un pabellón, una vía láctea repleta de estrellas con la simple ayuda de miles de móviles encendidos a la vez. El cámara se mete un pico de insulina para soportar lo que se le viene encima -los ensayos ya apuntaban a que la cosa venía fuerte en azúcares saturados-y se abre el plano lo suficiente para que veamos el espacio en el que solo hay cabida para ellos dos, Amaia y Alfred que al mismo tiempo representan a Sandy y Danny, a Yoko y John, a Frida y Diego pero en bonito, sin la parte que viene después del sexo agotado, la carne mustia y la firma de divorcio ante notario.

Alfred se toca el corazón con la mano y la mira, a ella, su Amaia, que le devuelve la mirada emocionada, húmeda, repleta de hormonas, con la boca dibujando un molusco marino de valvas casi ovaladas y le dice en alto con voz nasal: «Nunca llegué a imaginar que viajar a la luna sería real». Y se lo suelta así, de sopetón, sin vaselina ni nada. Y Amaia, con el foco en la cara, un sol cálido casi ibicenco sobre la superficie plana de sus mejillas y la cabecita ligeramente ladeada le responde que: «Lo pones todo al revés, cuando besas mi frente y descubro por qué».

El cámara siente los mareos causados por el exceso de amor, mis capilares bombean una fragancia parecida a «La vie est belle» de Lancôme (de garrafa) y ellos dos se acercan al ritmo del piano-miel al tiempo que el plano gira como los anillos de Saturno, el público enlatado grita y ya está: se tocan, están juntos, Bella y Bella, aquí las bestias se encadenan a la salida, una nueva ciudad de chocolate y crema al limón nace ante nuestros ojos y ellos ya no pueden más, van y vienen, vienen y van, como la ola sobre la roca, como la espuma, entran y salen, Alfred se retiene, Amaia lo mantiene cerca de su pubis, pero no es el amor físico sino el otro, el de dos adolescentes mediáticos que acaban de follar mientras cantan en directo una melodía de sirope de arce.

Una vez más se obra el milagro de Eurovisión: la música despojada de música, el sexo desprovisto de fluidos, el mundo divido en países amigos que se ayudan, que se puntúan y se apoyan para convertir a un cruce israelita entre Falete y Bjork en la reina de la canción.

Me corro.

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