Todo lo crea la mirada. Así, el mundo adopta formas dependiendo del ojo del arquitecto, es decir, todos los que opinan. Después nos asaltan los prejuicios, la experiencia o el roce de haberlo vivido y sufrido muchas veces mucho. La polémica está servida, implacable ella, también ajena a estas cosas de los humanos. La última en Madrid se manifiesta en la Plaza de España, una nueva que recuerda vagamente a la de antes sin la simetría de André Le Nôtre. Mismo sitio, distinto engaño en lo que a la mayoría se refiere. El tiempo hará lo suyo mientras el frío convierte la hierba en pasto para pájaros, los bancos en puñal, los árboles en esqueletos esperando abriles.
Entre todos los 10.000 plantados hay uno subterráneo. En el proyecto lucía imponente. Ramas de brócoli a la lupa, copa en el hueco del hormigón y un trozo de cielo ahora enterrado. De pronto, naturaleza y hombre podían convivir, colaborar, en definitiva, ser amigos. Esa es la teoría. En la práctica hay un arbolito. Todavía mantiene algunas hojas pardas, más bien pocas. A través del hueco se cuela el aire de los días sin Almudena, invierno del invierno.
Pues bien. No hay nada más bonito en la capital. Ese punto concentra la realidad que nos incluye y a la que aspiran los que nada esperan, una sin expectativas ni corazas. Porque lo que nace suele ser pequeño, frágil intemperie desprovista de trampa y corteza. En cambio, seguimos empeñados en dejarnos deslumbrar por el rayo, esa aurora artificiosa que supera la ficción sin hacerle sombra. ¿Acaso hay algo más extraordinario que una semilla que brota y, tras varias estaciones, evita la erosión del mundo? El centro de mi ciudad lo ocupa un órgano que late, y dentro tiene un arbolito. Sí, los tristes son los otros, sin duda.
